A 203 años
¿Qué pasó el 9 de julio de 1816?
En 1816 convergieron dos hechos fundamentales para la historia nacional: la declaración de la Independencia y la organización final del plan de guerra de José de San Martín, que sería el garante de esa Independencia y la llevaría más allá de las Provincias Unidas.
Martes, 9 de julio de 2019
El contexto internacional donde esto ocurría era complejo: España se había liberado de los franceses y el Rey Fernando VII había vuelto al trono y se predisponía a recuperar los territorios americanos que estaban en manos de los revolucionarios. El ejército realista había comenzado a avanzar por toda la región derrotando a una parte de los movimientos independentistas americanos.
En medio de esa situación, las Provincias Unidas se juntaron para decidir qué hacer ante el peligro realista. El Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas en Sudamérica se reunió en San Miguel de Tucumán para limar asperezas entre Buenos Aires y las provincias, cuyas relaciones estaban deterioradas. Cada provincia eligió un diputado cada 15.000 habitantes. Las sesiones del Congreso se iniciaron el 24 de marzo de 1816 con la presencia de 33 diputados de diferentes provincias de un territorio bien diferente a lo que hoy es Argentina. Por ejemplo: Charcas, hoy parte de Bolivia, envió un representante. En cambio, Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe no participaron del Congreso porque estaban enfrentadas con Buenos Aires y en ese entonces integraban la Liga de los Pueblos Libres junto con la Banda Oriental, bajo el mando del Gral. José Gervasio Artigas.
Lo fundamental del Congreso fue que el 9 de julio de 1816 los representantes firmaron la declaración de la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica y la afirmación de la voluntad de “investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli” y “de toda otra dominación extranjera”. De este modo, después del proceso político iniciado con la Revolución de Mayo de 1810, se asumió por primera vez una manifiesta voluntad de emancipación.
Proponemos abordar el hecho a partir de algunos “objetos” –lugares, textos, canciones, prendas de vestir- que invitan a reflexionar sobre aquel hecho político y a conocer cómo era la vida cotidiana de aquel entonces.
La casa histórica de Tucumán se construyó en 1760. Pertenecía a una importante familia local, la de Francisca Bazán, esposa de Miguel Laguna. Era una casa con varias habitaciones, patios que las conectaban y su único ornamento eran unas columnas salomónicas ubicadas a los costados de la puerta principal.
Después de ser sede del Congreso donde se declaró la Independencia, fue alquilada para la imprenta del ejército, el servicio de Telégrafo y el Juzgado Federal. En 1869, el fotógrafo Ángel Paganelli, que visitaba la ciudad de San Miguel de Tucumán, registró el deterioro del edificio a solicitud de un grupo de vecinos para llamar la atención de las autoridades en pos de la conservación.
En 1904, el gobierno la restauró pero debido a su pésimo estado tuvo que demoler gran parte de la vieja casa. La única parte que fue salvada fue el Salón de la Jura de la Independencia. La reconstrucción intentó ajustarse al máximo en cada detalle del edificio original utilizando, incluso, los mismos tipos de ladrillos, tejas y baldosas.
En 1941 fue declarada monumento histórico. Actualmente funciona como museo y es centro tradicional de los festejos por la Declaración de la Independencia.
Mientras preparaba en Cuyo al Ejército que cruzaría Los Andes, San Martín se mostraba impaciente para que el Congreso reunido en Tucumán proclamara la Independencia. En una de las cartas que mantiene con uno de los congresales, el representante de Cuyo, Tomás Godoy Cruz, escribía: "¿Hasta cuándo esperamos para declarar la Independencia? ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional, y por último hacer la guerra al Soberano de quien en el día se cree dependemos?". Y concluía: "Veamos claro, mi amigo, si no se hace, el Congreso es nulo en todas sus partes, porque reasumiendo este la Soberanía, es una usurpación que se hace al que se cree verdadero, es decir a Fernandito".
El contexto era sumamente complejo, los realistas habían recuperado amplios territorios en América, entre ellos, Chile y buena parte del Alto Perú, lo que constituía toda una amenaza para las Provincias Unidas. En Europa, se asistía a la restauración de las monarquías; en la Banda Oriental, podía constatarse el avance portugués; y en el plano interno, las relaciones entre el gobierno central y el litoral estaban quebradas. Asimismo, las relaciones entre Buenos Aires y provincias que participaban del Congreso no estaban exentas de tensiones.
Finalmente, el acta de la Independencia se firmó el 9 de julio de 1816, donde prevaleció una postura que representaba el mandato de la mayoría de las provincias: investir a las Provincias Unidas del "alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando séptimo, sus sucesores y metrópoli". Quedaba expresamente rechazada toda fórmula intermedia que habilitara algún tipo de protectorado. Se trató, pues, de una manifestación clara, acorde con el pedido de San Martín, de declarar la Independencia absoluta de las Provincias Unidas respecto a la Corona Española y "de toda otra dominación extranjera", según la fórmula agregada a la proclama días después en las siguientes sesiones del Congreso.
La proclama se publicó en español. También en quechua y aymará con el fin de incorporar al proceso a los pueblos originarios.
En la época de la Independencia las escuelas eran muy diferentes a las de nuestros días: persistían algunos castigos físicos, si bien habían sido abolidos en la Asamblea del año XIII; concurrían mayoritariamente los niños de familias blancas; se impartían contenidos religiosos; y se estudiaba todo “de memoria”.
Para enseñar a leer y escribir se utilizaban unos libros llamados “silabarios”, un listado de casi todas las sílabas posibles en idioma castellano que los alumnos memorizaban, repetían una y otra vez y de poco podían ir leyendo y escribiendo. Recién después de dominar los silabarios, los alumnos pasaban a los libros de lectura.
En aquellos años, no todos tenían permitido acceder a la lectura y la escritura. Los mulatos, los gauchos, los negros, los indígenas y las mujeres no tenían ese derecho. En Catamarca, según relata un cronista de la época, se descubre que el mulato Ambrosio Millicay sabía leer y escribir y se lo castiga con azotes en la plaza pública.
En 1810 se publicó la Cartilla o Silabario para uso de las escuelas, impreso por el independentista chileno Manuel José Gandarillas en Buenos Aires.
El poncho tiene su origen en el imperio incaico y en las culturas indígenas de los Andes. Su antecesor era una prenda usada por esas culturas en los ritos funerarios, una especie de camiseta que con el tiempo se fue transformado en pos de protegerse del frío y también para usarlo como cobija. Hay muchas referencias al poncho en las crónicas que hablan de los intercambios entre criollos e indígenas en las fronteras, donde los ponchos se permutaban por otros bienes. Las mujeres eran las encargadas de tejerlos en las rucas con telares. Los hacían con dibujos geométricos y tinturas para darles color.
Durante la época de colonia su uso se extendió entre los mestizos, los españoles y los criollos, sobre todo de sectores populares. Usaban, sobre todo, el poncho estilo vichará, de color gris o azul con una franja oscura. Muchos hombres, debido a su pobreza, usaban los ponchos sin nada abajo, de allí que se los llamara “descamisados”. Hay que tener presente que en aquella época, para comprar su ropa un jornalero tenía que trabajar durante dos meses.
El poncho fue cambiando a lo largo del tiempo. En las décadas de 1960 y 1970 esta prenda, en su versión típica salteño, se usaba tanto en peñas folklóricas como en escuelas y universidades. Actualmente, cada provincia tiene un modelo particular y distintivo. La provincia de Catamarca fue declarada por el Congreso Nacional como Capital Nacional del Poncho, por su trayectoria en la confección artesanal.
El uso de la levita, al igual que otras prácticas y modas adaptadas de Europa, formaba parte de la vestimenta acostumbrada por las clases dirigentes del período revolucionario. Esta prenda consiste en una chaqueta larga de talle ajustado, debajo de la cual se usaban camisas pegadas al cuerpo. Para uso diario estas se componían de telas gruesas, mientras que los lienzos más finos se reservaban para ocasiones especiales. Los pantalones, de tiro alto, tenían también un diseño ceñido al cuerpo. El atuendo podía estar acompañado por un bastón y un sombrero de copa alta, redondeado y de alas abarquilladas.
En un contexto social donde la vestimenta era un bien costoso, la confección de estas prendas por encargo a los pocos sastres que las producían, quedaban reservadas a familias acomodadas en condiciones de acceder a las mismas. Analizadas como signos de identificación y adscripción social, permiten realizar un abordaje de los grupos involucrados en este período, donde los colores de estas prendas podían, a la vez, mostrar la filiación política de quienes las usaban.
El uso de la levita era habitual en tertulias y reuniones que las familias de las clases altas organizaban en sus casas o salones. De las mismas participaban a sus amistades y partidarios políticos, en ocasiones de encuentros sociales, bailes, donde se escuchaba música ejecutada en los propios espacios de reunión.
Martes, 9 de julio de 2019