Sábado, 23 de Noviembre de 2024
23/11/2024 22:03:22
Antonio Tejero tomó el Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981
Tejerazo: a cuarenta años de un golpe televisado

La joven democracia española enfrentó su mayor prueba con un intento de golpe de Estado que tuvo en vilo al país. El rol del rey Juan Carlos y las sospechas que todavía persisten.

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Lunes, 22 de febrero de 2021

Un grupo de hombres armados entró al Congreso, en medio de una sesión que legitimaba a un presidente, delante de las cámaras de TV y provocó una conmoción que sacudió al mundo. Ocurrió en Estados Unidos, en el Capitolio, el 6 de enero pasado, cuando se consagró el triunfo de Joe Biden. Pero también pasó hace cuarenta años, en España, en un desembozado intento de golpe de Estado, con tanques en una ciudad bajo toque de queda, en plena transición a la democracia. La imagen que quedó para la historia fue la de un teniente coronel de la Guardia Civil, pistola en mano, que secuestró a todo un Parlamento durante más de doce horas, y cuyo asaltó quedó inmortalizado en la televisión. Pasó a la historia como 23F o Tejerazo.
Eran las 18:23 del lunes 23 de febrero de 1981. El Congreso de los Diputados votaba la investidura del nuevo presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, cuando Antonio Tejero Molina irrumpió en el recinto con guardias armados. Apuntó con su pistola al presidente del Congreso, Landelino Lavilla, y ordenó que todo el mundo se quedara quieto. El vicepresidente saliente del Gobierno, Manuel Gutiérrez Mellado, militar de carrera, saltó de su banca. Lo increpó y le exigió que diese explicaciones. Entonces, Tejero disparó al techo, hubo ráfagas de metralla y los más de 300 diputados se tiraron al suelo. Tres protagonistas de la Transición no tuvieron ese acto reflejo: Gutiérrez Mellado; el líder del Partido Comunista, Santiago Carrillo; y el presidente saliente, Adolfo Suárez. Los hechos se habían precipitado con la renuncia de Suárez, tres semanas antes.
Funcionario de segunda línea del franquismo, Suárez escaló posiciones a la muerte de Franco. Representaba a una camada de dirigentes aperturistas. Juan Carlos de Borbón, designado por Franco como su sucesor, restauró la monarquía y apostó por ese grupo de tendencia liberal para desarmar la dictadura y convertir a España en una democracia después de cuarenta años de totalitarismo.

Los años de la Transición
Suárez llegó a la presidencia del Gobierno en julio de 1976, en una terna de candidatos para que Juan Carlos eligiera al titular del Ejecutivo. Hábilmente, el Borbón operó con su antiguo profesor Torcuato Fernández-Miranda, para que Suárez integrara la terna elevada al Rey. En noviembre de ese año, las Cortes franquistas votaron la ley para la reforma política. Fue una jugada decisiva y una operación política de primer nivel: el franquismo retrocedía y abría el juego político con una ley que proclamaba el estado de derecho, la legalización de los partidos políticos y la elección directa del Parlamento. En otras palabras: Suárez dinamitó al franquismo desde adentro. Solamente una minoría irreductible, limitada a grupos de extrema derecha, votó en negativo.

La ley había sido redactada por Fernández-Miranda. El historiador británico Paul Preston, especialista en España, y biógrafo de Franco y Juan Carlos, lo graficó así: “Se puede pensar la Transición como una gran realización de cine. Juan Carlos fue el productor y director; Fernández-Miranda, el guionista; y Suárez fue el actor protagonista”.

En diciembre del 76, la ley que desmontó al franquismo fue aprobada en referéndum con más del 90 por ciento de los votos. La Transición atravesó el durísimo enero del 77, marcado por los secuestros de dos funcionarios a manos del GRAPO, un minúsculo grupo que decía ser brazo armado de una fracción comunista. El propio PC, aún clandestino, desmintió cualquier vínculo e hizo saber que sus abogados no defenderían a cualquier implicado en los secuestros. Los dos funcionarios serían liberados. Días más tarde, un grupo de ultraderecha irrumpió en un bufete de abogados ligados al PC y abrió fuego contra los nueve presentes. Cinco murieron, en lo que pasó a la historia como la Matanza de Atocha, por la calle madrileña donde ocurrió la masacre.
Un grupo de hombres armados entró al Congreso, en medio de una sesión que legitimaba a un presidente, delante de las cámaras de TV y provocó una conmoción que sacudió al mundo. Ocurrió en Estados Unidos, en el Capitolio, el 6 de enero pasado, cuando se consagró el triunfo de Joe Biden. Pero también pasó hace cuarenta años, en España, en un desembozado intento de golpe de Estado, con tanques en una ciudad bajo toque de queda, en plena transición a la democracia. La imagen que quedó para la historia fue la de un teniente coronel de la Guardia Civil, pistola en mano, que secuestró a todo un Parlamento durante más de doce horas, y cuyo asaltó quedó inmortalizado en la televisión. Pasó a la historia como 23F o Tejerazo.

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Eran las 18:23 del lunes 23 de febrero de 1981. El Congreso de los Diputados votaba la investidura del nuevo presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, cuando Antonio Tejero Molina irrumpió en el recinto con guardias armados. Apuntó con su pistola al presidente del Congreso, Landelino Lavilla, y ordenó que todo el mundo se quedara quieto. El vicepresidente saliente del Gobierno, Manuel Gutiérrez Mellado, militar de carrera, saltó de su banca. Lo increpó y le exigió que diese explicaciones. Entonces, Tejero disparó al techo, hubo ráfagas de metralla y los más de 300 diputados se tiraron al suelo. Tres protagonistas de la Transición no tuvieron ese acto reflejo: Gutiérrez Mellado; el líder del Partido Comunista, Santiago Carrillo; y el presidente saliente, Adolfo Suárez. Los hechos se habían precipitado con la renuncia de Suárez, tres semanas antes.


Funcionario de segunda línea del franquismo, Suárez escaló posiciones a la muerte de Franco. Representaba a una camada de dirigentes aperturistas. Juan Carlos de Borbón, designado por Franco como su sucesor, restauró la monarquía y apostó por ese grupo de tendencia liberal para desarmar la dictadura y convertir a España en una democracia después de cuarenta años de totalitarismo.

Los años de la Transición
Suárez llegó a la presidencia del Gobierno en julio de 1976, en una terna de candidatos para que Juan Carlos eligiera al titular del Ejecutivo. Hábilmente, el Borbón operó con su antiguo profesor Torcuato Fernández-Miranda, para que Suárez integrara la terna elevada al Rey. En noviembre de ese año, las Cortes franquistas votaron la ley para la reforma política. Fue una jugada decisiva y una operación política de primer nivel: el franquismo retrocedía y abría el juego político con una ley que proclamaba el estado de derecho, la legalización de los partidos políticos y la elección directa del Parlamento. En otras palabras: Suárez dinamitó al franquismo desde adentro. Solamente una minoría irreductible, limitada a grupos de extrema derecha, votó en negativo.

La ley había sido redactada por Fernández-Miranda. El historiador británico Paul Preston, especialista en España, y biógrafo de Franco y Juan Carlos, lo graficó así: “Se puede pensar la Transición como una gran realización de cine. Juan Carlos fue el productor y director; Fernández-Miranda, el guionista; y Suárez fue el actor protagonista”.

En diciembre del 76, la ley que desmontó al franquismo fue aprobada en referéndum con más del 90 por ciento de los votos. La Transición atravesó el durísimo enero del 77, marcado por los secuestros de dos funcionarios a manos del GRAPO, un minúsculo grupo que decía ser brazo armado de una fracción comunista. El propio PC, aún clandestino, desmintió cualquier vínculo e hizo saber que sus abogados no defenderían a cualquier implicado en los secuestros. Los dos funcionarios serían liberados. Días más tarde, un grupo de ultraderecha irrumpió en un bufete de abogados ligados al PC y abrió fuego contra los nueve presentes. Cinco murieron, en lo que pasó a la historia como la Matanza de Atocha, por la calle madrileña donde ocurrió la masacre.


Suárez cruzó el Rubicón de manera definitiva el Sábado Santo de 1977, cuando su gobierno liquidó el debate judicial sobre la legalización del PC y puso al comunismo en pie de igualdad con el resto de los partidos políticos. La “bestia negra” del franquismo iba a poder competir en las elecciones del 15 de junio, las primeras libres desde 1936. A esos comicios, Suárez fue con un conglomerado de partidos de centro derecha: había conservadores moderados, liberales y socialcristianos. Esas fuerzas se unificaron como UCD, Unión de Centro Democrático. A su izquierda estaban el PSOE de Felipe González y el PC de Carrillo. A su derecha, la Alianza Popular (hoy Partido Popular), de Manuel Fraga, que reunió al llamado “franquismo sociológico” de conservadores aperturistas; y la extrema derecha, que no obtuvo representación. Al año, llegarían los Pactos de la Moncloa y el debate que convertiría a España en una democracia de derecho, con la Constitución, que proclamó la monarquía constitucional y el sistema de autonomías, que descentralizó el férreo control desde Madrid y dio carta de ciudadanía a los pueblos de Cataluña, Galicia y el País Vasco.
Aprobada la Constitución de 1978, Suárez se plebiscitó en 1979. Así, se formó un nuevo Congreso, bajo el imperio de la flamante Carta Magna, y con nueva mayoría de la UCD. Los socialistas de González eran la mayor oposición. La buena estrella de Suárez se apagó en 1980. Ese año, la economía se descalabró, con fuerte inflación. Pero, además, golpeaba muy fuerte el terrorismo de ETA y los propios vascos desafiaron con una formidable silbatina al Rey, dos semanas antes del 23 de febrero, cuando Juan Carlos visitó el parlamento regional y fue abuco por grupos ligados al separatismo.

El momento más saliente del convulso 1980 fue la moción de censura de González contra Suárez. Al PSOE no le deban los números para hacer caer al gobierno, pero la estocada rindió sus frutos. El debate fue desgastante y Suárez apenas conservó apoyos. Por si fuera poco, perdía el respaldo de UCD, en medio de una interna feroz. Y no solamente carecía de sustento en el partido que había creado: el Rey ya apostaba por su salida.
Así se llegó al 29 de enero de 1981, que para muchos guarda una incógnita sin resolverse y abre la puerta a otras incógnitas, las del golpe. Suárez habló por cadena, en un discurso de diez minutos, y que todavía se analiza palabra por palabra para tratar de desentrañar los fundamentos del anuncio de su renuncia a la presidencia. Entre líneas, dio a entender que ya no tenía apoyos en la UCD ni en la Zarzuela y le pasó la pelota a su partido para que se hiciera cargo de un gobierno que, en los hechos, debía durar hasta comienzos de 1983. Aseguró que había sufrido un fuerte desgaste y que se iba sin que nadie se lo pidiera. “Me voy porque ya las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos”, expresó, y dio a entender que su salida era vital para garantizar el curso de la nueva etapa, al decir que “la continuidad de una obra exige un cambio de personas y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. En otras palabras, sabía que había movimientos y quiso desactivarlos con la renuncia. En los primeros días de febrero, el partido eligió a Calvo-Sotelo como sucesor y se llamó a la sesión de investidura, en la que la mayoría de la UCD consagraría al nuevo presidente en el Congreso. La sesión comenzó la tarde del 23 de febrero de 1981.

El golpe en marcha
Antonio Tejero no era un desconocido en la escena política española cuando interrumpió la votación nominal, en la que cada diputado respondía por sí o por no a la candidatura de Calvo-Sotelo. Dos años antes, su nombre había asomado como parte de una conspiración contra el gobierno de Suárez. Los servicios de inteligencia detectaron a Tejero y otros conspiradores, en amable tertulia, en una confitería madrileña llamada Galaxia. El complot no prosperó. Tejero fue condenado a seis meses de prisión y no perdió el rango, tras explicar ante un Consejo de Guerra que la llamada Operación Galaxia no era otra cosa que una simple charla de café. El 23F, el propio Tejero se encargó de desmentirse.

Suárez, Gutiérrez Mellado y los líderes de la oposición fueron llevados aparte por los golpistas, lo cual generaba más inquietud. Sucedían otras cosas, mientras España asistía impávida al golpe que se transmitía por radio, ya que fue recién después del fracaso de la asonada que se pudieron ver las grabaciones de las cámaras de TV. El general Jaime Milans del Bosch, jefe de la Tercera Región Militar, con asiento en Valencia, decretó el toque de queda y los tanques coparon las calles de la tercera ciudad más grande de España.
Entonces, entró en escena el protagonista clave de la noche: el general Alfonso Armada. Había sido un viejo mentor militar de Juan Carlos y su asesor. Odiaba a Suárez y el premier había forzado su salida de la Zarzuela antes del 23F porque no le resultaba confiable. Armada se ofreció la noche del 23 ante el jefe del Estado Mayor, el general José Gabeiras, para ir a hablar con Tejero para hacerlo entrar en razones. Fue un paso en falso: Gabeiras percibió que Armada estaba implicado. De hecho, Tejero había anunciado a los diputados que iban a esperar la llegada En rigor, Armada quiso ir al Congreso a través de otra persona: el Rey. Sabino Fernández Campo, secretario de Juan Carlos, percibió que algo raro pasaba cuando atendió el teléfono en la Zarzuela y, al otro lado de la línea, el general José Juste, jefe de los blindados del Ejército, preguntó si Armada ya estaba allí. Rápido de reflejos, el secretario respondió con una frase que sirvió para empezar a desactivar el golpe: “No está ni se le espera”. Era claro que si Armada iba al palacio era para consumar la intentona y convertirse en líder de un gobierno militar, en representación del rey.

Armada fue a título personal al Congreso a negociar con Tejero, quien antes había sido intimado, sin éxito, por el jefe de la Guardia Civil. A juicio de Armada, las balas dentro del recinto habían jugado muy en contra. Tejero esperaba a Armada con la idea de que el Rey aprobaba un nuevo gobierno y que su admirado Milans del Bosch lo integraba. Pero se encontró con que el militar le pidió la libertad de los diputados y la promesa de un gobierno de coalición, encabezado por Armada mismo, y sin Milans. Discutieron: Tejero dijo que no había tomado el Congreso para eso y Armada se fue. Tejero ni siquiera entró en razones cuando Armada lo puso en contacto con Milans y este le dijo que no encabezaría una junta militar. Nunca se confirmó, pero Armada le habría mostrado a Tejero una lista con nombres para ese gobierno de unidad, que incluía a políticos socialistas y comunistas, algo inadmisible para el ultramontano teniente coronel, al que a cambio le ofrecían el exilio.
Un grupo de hombres armados entró al Congreso, en medio de una sesión que legitimaba a un presidente, delante de las cámaras de TV y provocó una conmoción que sacudió al mundo. Ocurrió en Estados Unidos, en el Capitolio, el 6 de enero pasado, cuando se consagró el triunfo de Joe Biden. Pero también pasó hace cuarenta años, en España, en un desembozado intento de golpe de Estado, con tanques en una ciudad bajo toque de queda, en plena transición a la democracia. La imagen que quedó para la historia fue la de un teniente coronel de la Guardia Civil, pistola en mano, que secuestró a todo un Parlamento durante más de doce horas, y cuyo asaltó quedó inmortalizado en la televisión. Pasó a la historia como 23F o Tejerazo.


Cómo evitar los riesgos del sexting | Nueva campaña de Movistar
Eran las 18:23 del lunes 23 de febrero de 1981. El Congreso de los Diputados votaba la investidura del nuevo presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, cuando Antonio Tejero Molina irrumpió en el recinto con guardias armados. Apuntó con su pistola al presidente del Congreso, Landelino Lavilla, y ordenó que todo el mundo se quedara quieto. El vicepresidente saliente del Gobierno, Manuel Gutiérrez Mellado, militar de carrera, saltó de su banca. Lo increpó y le exigió que diese explicaciones. Entonces, Tejero disparó al techo, hubo ráfagas de metralla y los más de 300 diputados se tiraron al suelo. Tres protagonistas de la Transición no tuvieron ese acto reflejo: Gutiérrez Mellado; el líder del Partido Comunista, Santiago Carrillo; y el presidente saliente, Adolfo Suárez. Los hechos se habían precipitado con la renuncia de Suárez, tres semanas antes.


Funcionario de segunda línea del franquismo, Suárez escaló posiciones a la muerte de Franco. Representaba a una camada de dirigentes aperturistas. Juan Carlos de Borbón, designado por Franco como su sucesor, restauró la monarquía y apostó por ese grupo de tendencia liberal para desarmar la dictadura y convertir a España en una democracia después de cuarenta años de totalitarismo.

Los años de la Transición
Suárez llegó a la presidencia del Gobierno en julio de 1976, en una terna de candidatos para que Juan Carlos eligiera al titular del Ejecutivo. Hábilmente, el Borbón operó con su antiguo profesor Torcuato Fernández-Miranda, para que Suárez integrara la terna elevada al Rey. En noviembre de ese año, las Cortes franquistas votaron la ley para la reforma política. Fue una jugada decisiva y una operación política de primer nivel: el franquismo retrocedía y abría el juego político con una ley que proclamaba el estado de derecho, la legalización de los partidos políticos y la elección directa del Parlamento. En otras palabras: Suárez dinamitó al franquismo desde adentro. Solamente una minoría irreductible, limitada a grupos de extrema derecha, votó en negativo.

La ley había sido redactada por Fernández-Miranda. El historiador británico Paul Preston, especialista en España, y biógrafo de Franco y Juan Carlos, lo graficó así: “Se puede pensar la Transición como una gran realización de cine. Juan Carlos fue el productor y director; Fernández-Miranda, el guionista; y Suárez fue el actor protagonista”.

En diciembre del 76, la ley que desmontó al franquismo fue aprobada en referéndum con más del 90 por ciento de los votos. La Transición atravesó el durísimo enero del 77, marcado por los secuestros de dos funcionarios a manos del GRAPO, un minúsculo grupo que decía ser brazo armado de una fracción comunista. El propio PC, aún clandestino, desmintió cualquier vínculo e hizo saber que sus abogados no defenderían a cualquier implicado en los secuestros. Los dos funcionarios serían liberados. Días más tarde, un grupo de ultraderecha irrumpió en un bufete de abogados ligados al PC y abrió fuego contra los nueve presentes. Cinco murieron, en lo que pasó a la historia como la Matanza de Atocha, por la calle madrileña donde ocurrió la masacre.


Suárez cruzó el Rubicón de manera definitiva el Sábado Santo de 1977, cuando su gobierno liquidó el debate judicial sobre la legalización del PC y puso al comunismo en pie de igualdad con el resto de los partidos políticos. La “bestia negra” del franquismo iba a poder competir en las elecciones del 15 de junio, las primeras libres desde 1936. A esos comicios, Suárez fue con un conglomerado de partidos de centro derecha: había conservadores moderados, liberales y socialcristianos. Esas fuerzas se unificaron como UCD, Unión de Centro Democrático. A su izquierda estaban el PSOE de Felipe González y el PC de Carrillo. A su derecha, la Alianza Popular (hoy Partido Popular), de Manuel Fraga, que reunió al llamado “franquismo sociológico” de conservadores aperturistas; y la extrema derecha, que no obtuvo representación. Al año, llegarían los Pactos de la Moncloa y el debate que convertiría a España en una democracia de derecho, con la Constitución, que proclamó la monarquía constitucional y el sistema de autonomías, que descentralizó el férreo control desde Madrid y dio carta de ciudadanía a los pueblos de Cataluña, Galicia y el País Vasco.


Juan Carlos durante su discurso por cadena: desactivó el golpe pero no queda claro cuánto sabía. EFE
Aprobada la Constitución de 1978, Suárez se plebiscitó en 1979. Así, se formó un nuevo Congreso, bajo el imperio de la flamante Carta Magna, y con nueva mayoría de la UCD. Los socialistas de González eran la mayor oposición. La buena estrella de Suárez se apagó en 1980. Ese año, la economía se descalabró, con fuerte inflación. Pero, además, golpeaba muy fuerte el terrorismo de ETA y los propios vascos desafiaron con una formidable silbatina al Rey, dos semanas antes del 23 de febrero, cuando Juan Carlos visitó el parlamento regional y fue abuco por grupos ligados al separatismo.

El momento más saliente del convulso 1980 fue la moción de censura de González contra Suárez. Al PSOE no le deban los números para hacer caer al gobierno, pero la estocada rindió sus frutos. El debate fue desgastante y Suárez apenas conservó apoyos. Por si fuera poco, perdía el respaldo de UCD, en medio de una interna feroz. Y no solamente carecía de sustento en el partido que había creado: el Rey ya apostaba por su salida.


Así se llegó al 29 de enero de 1981, que para muchos guarda una incógnita sin resolverse y abre la puerta a otras incógnitas, las del golpe. Suárez habló por cadena, en un discurso de diez minutos, y que todavía se analiza palabra por palabra para tratar de desentrañar los fundamentos del anuncio de su renuncia a la presidencia. Entre líneas, dio a entender que ya no tenía apoyos en la UCD ni en la Zarzuela y le pasó la pelota a su partido para que se hiciera cargo de un gobierno que, en los hechos, debía durar hasta comienzos de 1983. Aseguró que había sufrido un fuerte desgaste y que se iba sin que nadie se lo pidiera. “Me voy porque ya las palabras parecen no ser suficientes y es preciso demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos”, expresó, y dio a entender que su salida era vital para garantizar el curso de la nueva etapa, al decir que “la continuidad de una obra exige un cambio de personas y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. En otras palabras, sabía que había movimientos y quiso desactivarlos con la renuncia. En los primeros días de febrero, el partido eligió a Calvo-Sotelo como sucesor y se llamó a la sesión de investidura, en la que la mayoría de la UCD consagraría al nuevo presidente en el Congreso. La sesión comenzó la tarde del 23 de febrero de 1981.

El golpe en marcha
Antonio Tejero no era un desconocido en la escena política española cuando interrumpió la votación nominal, en la que cada diputado respondía por sí o por no a la candidatura de Calvo-Sotelo. Dos años antes, su nombre había asomado como parte de una conspiración contra el gobierno de Suárez. Los servicios de inteligencia detectaron a Tejero y otros conspiradores, en amable tertulia, en una confitería madrileña llamada Galaxia. El complot no prosperó. Tejero fue condenado a seis meses de prisión y no perdió el rango, tras explicar ante un Consejo de Guerra que la llamada Operación Galaxia no era otra cosa que una simple charla de café. El 23F, el propio Tejero se encargó de desmentirse.

Suárez, Gutiérrez Mellado y los líderes de la oposición fueron llevados aparte por los golpistas, lo cual generaba más inquietud. Sucedían otras cosas, mientras España asistía impávida al golpe que se transmitía por radio, ya que fue recién después del fracaso de la asonada que se pudieron ver las grabaciones de las cámaras de TV. El general Jaime Milans del Bosch, jefe de la Tercera Región Militar, con asiento en Valencia, decretó el toque de queda y los tanques coparon las calles de la tercera ciudad más grande de España.


La salida de los diputadso tars pasar la noche cautivos de los golpistas en el Congreso. AFP
Entonces, entró en escena el protagonista clave de la noche: el general Alfonso Armada. Había sido un viejo mentor militar de Juan Carlos y su asesor. Odiaba a Suárez y el premier había forzado su salida de la Zarzuela antes del 23F porque no le resultaba confiable. Armada se ofreció la noche del 23 ante el jefe del Estado Mayor, el general José Gabeiras, para ir a hablar con Tejero para hacerlo entrar en razones. Fue un paso en falso: Gabeiras percibió que Armada estaba implicado. De hecho, Tejero había anunciado a los diputados que iban a esperar la llegada En rigor, Armada quiso ir al Congreso a través de otra persona: el Rey. Sabino Fernández Campo, secretario de Juan Carlos, percibió que algo raro pasaba cuando atendió el teléfono en la Zarzuela y, al otro lado de la línea, el general José Juste, jefe de los blindados del Ejército, preguntó si Armada ya estaba allí. Rápido de reflejos, el secretario respondió con una frase que sirvió para empezar a desactivar el golpe: “No está ni se le espera”. Era claro que si Armada iba al palacio era para consumar la intentona y convertirse en líder de un gobierno militar, en representación del rey.

Armada fue a título personal al Congreso a negociar con Tejero, quien antes había sido intimado, sin éxito, por el jefe de la Guardia Civil. A juicio de Armada, las balas dentro del recinto habían jugado muy en contra. Tejero esperaba a Armada con la idea de que el Rey aprobaba un nuevo gobierno y que su admirado Milans del Bosch lo integraba. Pero se encontró con que el militar le pidió la libertad de los diputados y la promesa de un gobierno de coalición, encabezado por Armada mismo, y sin Milans. Discutieron: Tejero dijo que no había tomado el Congreso para eso y Armada se fue. Tejero ni siquiera entró en razones cuando Armada lo puso en contacto con Milans y este le dijo que no encabezaría una junta militar. Nunca se confirmó, pero Armada le habría mostrado a Tejero una lista con nombres para ese gobierno de unidad, que incluía a políticos socialistas y comunistas, algo inadmisible para el ultramontano teniente coronel, al que a cambio le ofrecían el exilio.


Pasada la medianoche, se jugó la carta que desequilibró todo: el discurso por cadena de Juan Carlos. Un equipo de Televisión Española fue a la Zarzuela y el monarca grabó un breve mensaje, vestido de uniforme, en el que anunció su compromiso irrestricto con la Constitución y que no podía haber otro gobierno en España que el de Calvo-Sotelo. Las horas previas las había pasado junto a Fernández Campo en un frenético maratón de llamados telefónicos a los jefes de las guarniciones para saber de qué lado estaban y hacerles saber que no apoyaba el golpe. En gran medida, se quiso evitar un escenario como el de Valencia, ya que si los tanques del general Juste, aquel que había preguntado por Armada, salían a las calles de Madrid, era señal de que el golpe se había vuelto imparable. Juan Carlos también habló con Milans por teléfono y lo conminó a volver sobre sus pasos.

El fin de una larga noche

En la mañana del 24, Tejero se rindió y los diputados pudieron salir después de haber pasado la noche más larga de sus vidas. La confusión aun persistía, a tal nivel que Suárez olvidó viejos enconos y abrazó a Armada pensando que había ido a hablar con Tejero en defensa de la Constitución. Al día siguiente se completó la sesión de investidura y Calvo-Sotelo se convirtió en el segundo presidente de la democracia española. En 1982 se condenó a doce militares y a 17 guardias civiles. Milans, Armada y Tejero fueron sentenciados a treinta años. Los dos primeros fueron liberados a fines de los 80 y ya murieron. Tejero salió libre en 1996 y es un ídolo de la extrema derecha predemocrática. José Luis Cortina, el jefe de operaciones especiales de la inteligencia española, fue uno de los tres absueltos.
En el juicio hubo un solo civil juzgado: Juan García Carrés, condenado a dos años. Fue quien consiguió los colectivos que llevaron a Tejero y sus hombres al Congreso y fue el enlace entre Milans y Tejero. Cayó cuando su voz apareció en las escuchas que hizo Inteligencia. De hecho, el director de Seguridad del Estado fue quien cubrió el vacío de poder al frente de un gobierno de emergencia en las 18 horas que duró la crisis.

Las sospechas sobre el Rey
Sin embargo, pese al triunfo de la civilidad sobre el golpismo nostálgico del franquismo, las dudas persisten. La caída el desgracia de Juan Carlos, cuya actuación en el 23F fue el momento más valorado por los españoles en las décadas siguientes, ha servido para ahondar respecto de algo que se discutía en voz baja durante sus años de esplendor: si estaba al tanto de la intentona y cuánto sabía. Incluso, no es un dato menor que él mismo propició el clima para la renuncia de Suárez. Tenían una pésima relación en los meses previos a la dimisión del premier. Y eso que el rey le debía, no solamente la democratización de España, pese a no investigarse los crímenes del franquismo, sino su subsistencia misma como jefe de Estado, ya que la monarquía quedó incorporada a la reforma política del 76. Suárez, que falleció en 2014, admitió que si la monarquía hubiera sido puesta a consideración en un referéndum a fines de los 70, las chances de un triunfo republicano habrían sido muy altas.
En las últimas horas, Juan Carlos reapareció para referirse a los 40 años de la intentona de Tejero, Armada y Milans. En declaraciones al diario El Mundo, aseguró que el general Juste, aquel jefe de blindados que preguntó al secretario Fernández Campo si Armada estaba en la Zarzuela, habló con él por teléfono en la noche del 23 al 24 de febrero. "Recibí una llamada de Juste y me dice, 'Majestad, soy el general Juste. Si no le importa querría hacerle una pregunta. ¿Está con vos el general Armada?' Le dije que no. 'Pues si dice que quiere ir, por favor no le recibáis'". Juan Carlos insiste en que Juste frenó el golpe al evitarse el ingreso de Armada a la Zarzuela e impedir la salida a la calle de los tanques a su mando. También se señala que supo lo que iba a pasar y que su decisión de no acompañar lo que él habría apañado acabó con el golpe.

Incluso, se plantea que el 23F fue una operación al más alto nivel, y no obra de franquistas anacrónicos, orquestada por la inteligencia española, con la venia del monarca, y que fueron los servicios los que reclutaron y dieron alas al trío de alzados. Allí es donde entraría la figura de Cortina, el jefe de inteligencia absuelto en el juicio. El grotesco de Tejero a los tiros no impidió que durante esas horas Estados Unidos se declarara neutral y que condenara el golpe recién después de su fracaso. El embajador en Madrid era Terence Todman, que vendría a la Argentina del menemismo como representante de Washington.

En los hechos, era claro durante el golpe que no había favor popular para la imposición de un gobierno de facto, con o sin conocimiento del Rey, y que los disparos en el Congreso preludiaron su fracaso, con jefes militares que dudaron en sumarse o no. El toque de queda de Valencia no generó un efecto cascada y las tropas no avanzaron sobre Madrid. También es cierto que los golpistas tenían miradas contrapuestas: Tejero quería volver al franquismo a través de Milans, pero Milans apostaba a un esquema que mantuviera la monarquía, y Armada pensaba en una gran coalición. El malentendido entre Tejero y Armada, cuando el jefe militar le contó sus planes al ir al Congreso, liquidó todo. La gran duda es qué hubiera pasado si Tejero aceptaba el plan de Armada, casi a la misma hora del discurso del Rey por TV.

La democracia española se consolidó y el 23F es un recuerdo lejano: un típico golpe del siglo XIX, pero frente a cámaras de TV y con un nivel de implicancia de las más altas esferas que aun sigue como materia de análisis. Hasta se convirtió en una seña de identidad. Javier Cercas, autor de Anatomía de un instante, donde disecciona el golpe, afirma que "un español es un tipo que tiene una teoría sobre el 23 de febrero".


Lunes, 22 de febrero de 2021

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